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Las residencias antes del coronavirus

Por: Cristina Nagore
Imagen de Peter H en Pixabay

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Las residencias son grandes instituciones para vivir, siempre y cuando te guste vivir en una institución

Sabemos que las cosas existen cuando se las nombra y el coronavirus ha visibilizado la existencia previa de problemas de gestión y funcionamiento en las residencias.

En estos días estamos asistiendo a una ingente cantidad de noticias sobre las residencias, muchas de ellas distorsionadas y sin mucho calado reflexivo que permita una visión y comprensión global del modelo institucional.

El envejecimiento de la población es un hecho en este país, así que no podemos posponer una realidad que nos ha llegado o llegará a nuestras propias vidas. Estamos ante la posibilidad de abrir espacios personales y colectivos para repensar el envejecimiento, la dependencia y los cuidados propios y de nuestro entorno, o podemos convertirnos en sujetos excluido/as y recorrer una trayectoria fijada desde fuera, para ir a parar a estos espacios excluyentes y malignos como son muchas de las residencias actuales.

Sólo una mirada miope afirmaría que las residencias se construyen porque las personas mayores las desean y no por las ventajas que obtiene la sociedad.

Los edificios residenciales pertenecen a una arquitectura de la exclusión, una estructura excluyente y organizadora que recoge a personas expulsadas de la sociedad, que acaban representando los papeles asignados por la sociedad neoliberal: improductivas, dependientes, enfermas, necesitadas, tuteladas, inválidas. Se les convierte en seres inútiles e insignificantes para esta sociedad, no sólo son apartados de sus entornos cotidianos, sino que además, muchas veces reciben cuidados inadecuados dentro de los centros.

Es básico cuestionar y complejizar este modelo asilar y también la política del estado español que prioriza la construcción de residencias. Primero, porque fractura contextos de proximidad, rompe biografías y vulnera derechos sociales, por tanto, cuestionar el “modelo de camas” del que hablan los políticos tiene fuertes tintes ético-políticos; y segundo, porque crea, sustenta y perpetua entornos de cuidado maligno dentro de esos edificios por parte de todas las personas que trabajamos en ellas y las consecuencias y costes deshumanizantes que todo esto tiene para la persona mayor como para las propias profesionales.

Con el coronavirus se están poniendo sobre la mesa las condiciones laborales de las profesionales, sobre todo de las auxiliares, pero también hay que decirlo, de otras profesionales como fisioterapeutas, terapeutas ocupacionales, psicólogas, trabajadoras sociales y educadoras sociales. Todas somos muy necesarias para la vida diaria de las personas mayores que viven en residencias, pero muchas tenemos contratos irrisorios y totalmente inadecuados para dar apoyos de calidad.

Cuando hablamos de convenios abusivos, de inadecuada e insuficiente formación para las profesionales, de falta de personal y desprestigio no estamos hablando solamente de cuestiones económicas. Hablamos también de los entornos inadecuados y malignos en los que trabajamos, que menoscaban la dignidad de las personas mayores y nos deshumanizan como trabajadoras, todo ello, bajo la gestión de empresas privadas más interesadas por la cuenta de explotación que por el cuidado humano de las personas que viven y trabajan en ellas.

Este concepto de “malignidad” atribuido a la atención que se da en algunas residencias, fue acuñado por el experto en demencias Tom Kitwood para describir “la desolación reinante en estos entornos residenciales donde a la persona ya no se le trata como a una persona real, sino como a una persona que le han despojado de su autonomía, es menospreciada y se ignora sus sentimientos”.

Desde la economía social y solidaria, y partiendo de la experiencia en la primera línea, tenemos la responsabilidad y el compromiso de visibilizar, cuestionar y generar alternativas para las residencias. Ya hace mucho tiempo que se conocen los efectos negativos de la institucionalización, ahora más que nunca y partir de nuestra experiencia actual de confinamiento, hemos de conseguir ponernos en la piel de las personas mayores y actuar en consecuencia

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